Montmartre, Paris, febrero. Nubes plomizas amenazan con
ahogar a la ciudad y sus habitantes. Unos pocos valientes sacan sus taburetes
lienzos y utensilios a la espera de turistas a quienes retratar y, seamos
honestos, desplumar.
Jean se sienta en su esquina de
siempre, junto a una floristería que cerró ya hace meses, coloca la, ya vieja y
desgastada, pero cómoda silla y frente a esta su caballete. Sitúa entre ambos
un taburete no demasiado alto, donde se dispone a colocar su más preciado
tesoro: sus acuarelas. El joven es plenamente consciente de que su técnica le
priva de clientes y ganancias, pues quienes piden ser pintados prefieren tener
los resultados cuanto antes, ganando así popularidad el lápiz o el carboncillo.
Pero a él no le importa, la infinidad de tonalidades y texturas que puede crear
con el pigmento y el agua siempre tendrá prevalencia ante los posibles
beneficios.
Tras acomodarse se refugia en su
grueso abrigo y se frota las manos con fuerza para intentar alejar el frío que
las entumece. Se encaja el basto gorro de lana hasta que le cubre las orejas y
casi los ojos y simplemente espera.
Las horas pasan sin novedad,
algunas personas se acercan a preguntar los precios y cuanto tardaría en tener
lista la obra e, igual que vienen, se van descontentos con alguno de los dos
aspectos. Entonces, una joven envuelta en un jersey gris que le llega casi a
las rodillas, en unos pantalones negros ajustados que parecen estar intentando
retener todo el calor posible, y en una bufanda roja tejida a mano que le cubre
hasta la nariz, adornada con un centenar de pecas; comienza a deambular entre
los artistas y decide sentarse frente a una chica de pelo azul que tiene las
mangas manchadas de tinta china.
Jean la sigue con la vista por el
simple hecho de distraerse, ella se acomoda en el inestable asiento y se echa
el pelo para atrás. Mientras la retrata con trazos rápidos y ágiles, la dibujante
intenta brindarle algo de conversación, pero la modelo no parece entender el
idioma y se limita a asentir distraídamente, desviando la vista. Justo cuando
el joven va a volver la cabeza hacia otra parte, en busca de alguien nuevo a
quien observar, sus miradas coinciden y algo dentro de él cambia. Observa con
asombro los ojos verdes de la forastera, como si fuese la primera vez que viese
el color en su vida. Siente la necesidad de aprenderlos y memorizarlos, cada
mancha azulada, cada destello meloso, todo. En su cabeza ya la ha pintado mil
veces, de mil maneras distintas, a cada cual más bella, y ella, por su parte,
posa con la más tierna de las miradas. Tras unos breves segundos, que es lo que
tarda ella en volver a mirar a su retratista, se desvanece ese universo creado
de la nada. Unos minutos después ella se levanta, paga lo debido, recoge cuidadosamente el
lienzo y se marcha sin mirar atrás.
Desde entonces no hay día en el
que él no busque entre la gente esa mirada esmeralda manchada de sal, que no la
sueñe, que no la piense. En segundos encontró y perdió a su musa y temía no
volverla a encontrar jamás. Cuentan los parisinos que Jean ya no acepta
clientes, que se sienta en su sitio de siempre a buscar en su paleta el color
que iguale a aquellos ojos verdes.
Kath.B
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