viernes, 24 de junio de 2016

Aquarelle.

Montmartre, Paris, febrero. Nubes plomizas amenazan con ahogar a la ciudad y sus habitantes. Unos pocos valientes sacan sus taburetes lienzos y utensilios a la espera de turistas a quienes retratar y, seamos honestos, desplumar.
Jean se sienta en su esquina de siempre, junto a una floristería que cerró ya hace meses, coloca la, ya vieja y desgastada, pero cómoda silla y frente a esta su caballete. Sitúa entre ambos un taburete no demasiado alto, donde se dispone a colocar su más preciado tesoro: sus acuarelas. El joven es plenamente consciente de que su técnica le priva de clientes y ganancias, pues quienes piden ser pintados prefieren tener los resultados cuanto antes, ganando así popularidad el lápiz o el carboncillo. Pero a él no le importa, la infinidad de tonalidades y texturas que puede crear con el pigmento y el agua siempre tendrá prevalencia ante los posibles beneficios.
Tras acomodarse se refugia en su grueso abrigo y se frota las manos con fuerza para intentar alejar el frío que las entumece. Se encaja el basto gorro de lana hasta que le cubre las orejas y casi los ojos y simplemente espera.
Las horas pasan sin novedad, algunas personas se acercan a preguntar los precios y cuanto tardaría en tener lista la obra e, igual que vienen, se van descontentos con alguno de los dos aspectos. Entonces, una joven envuelta en un jersey gris que le llega casi a las rodillas, en unos pantalones negros ajustados que parecen estar intentando retener todo el calor posible, y en una bufanda roja tejida a mano que le cubre hasta la nariz, adornada con un centenar de pecas; comienza a deambular entre los artistas y decide sentarse frente a una chica de pelo azul que tiene las mangas manchadas de tinta china.
Jean la sigue con la vista por el simple hecho de distraerse, ella se acomoda en el inestable asiento y se echa el pelo para atrás. Mientras la retrata con trazos rápidos y ágiles, la dibujante intenta brindarle algo de conversación, pero la modelo no parece entender el idioma y se limita a asentir distraídamente, desviando la vista. Justo cuando el joven va a volver la cabeza hacia otra parte, en busca de alguien nuevo a quien observar, sus miradas coinciden y algo dentro de él cambia. Observa con asombro los ojos verdes de la forastera, como si fuese la primera vez que viese el color en su vida. Siente la necesidad de aprenderlos y memorizarlos, cada mancha azulada, cada destello meloso, todo. En su cabeza ya la ha pintado mil veces, de mil maneras distintas, a cada cual más bella, y ella, por su parte, posa con la más tierna de las miradas. Tras unos breves segundos, que es lo que tarda ella en volver a mirar a su retratista, se desvanece ese universo creado de la nada. Unos minutos después ella se levanta,  paga lo debido, recoge cuidadosamente el lienzo y se marcha sin mirar atrás.

Desde entonces no hay día en el que él no busque entre la gente esa mirada esmeralda manchada de sal, que no la sueñe, que no la piense. En segundos encontró y perdió a su musa y temía no volverla a encontrar jamás. Cuentan los parisinos que Jean ya no acepta clientes, que se sienta en su sitio de siempre a buscar en su paleta el color que iguale a aquellos ojos verdes.

                                                   

                                                                   
                                                                                                                     Kath.B








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